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Piedad ante el llanto público



Casi siempre están en el transporte público. En un colectivo, de cara a la ventana, escondidos contra el vidrio. O en el subte, apuntando al piso. Disimulan el llanto como pueden. Se suenan la nariz, caretean un resfrío. Pero todos nos damos cuenta de que hay alguien que comparte ese tiempo y ese lugar con nosotros.

Ahí donde todos vamos en el trance de la rutina cotidiana a nuestros trabajos, a nuestras casas, a la normalidad, hay uno que llora. En el vagón del subte o en el micro, la sensación de incomodidad lo inunda todo.

Los que lloran en público también están en la calle, caminando. El último que me tocó ver fue a unas pocas cuadras del diario. Un pibe apoyado contra el manubrio de la bici, como derrumbado.

Lo vi venir a lo lejos y me di cuenta de que tuvo que parar, el llanto no lo dejaba seguir pedaleando. Se detuvo en Chacabuco al 1200, una calle no muy transitada, como para llorar tranquilo. Y tuve que pasar yo para molestarlo, para incomodarlo. O quizás ni me registró. La pregunta que quiero hacer, y a la vez la que siempre me hago en estos casos, es la siguiente: ¿Qué se hace con los que lloran en público? Muchas veces un llanto es un remedio, un desahogo impostergable. Un ritual privado que no siempre llega en el momento propicio. ¿Qué se hace con los que lloran en público?

Para el que lea estas líneas y alguna vez le tocó llorar en público, sepa que no supimos cómo reaccionar, pero de algún modo lo acompañamos.

Diego Geddes dgeddes@clarin.com​

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