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Despidiendo a Cora Cané


Por Alberto Amato

Murió la periodista y poeta Cora Cané, que durante cincuenta y siete años escribió en este diario, con arte singular, con fina ironía y con lúcida concisión el tradicional Clarín Porteño, una ventanita de esperanza y de ánimo que en más de medio siglo fue faro y guía de sus muchos y apasionados lectores.

Cora, y ese fue uno de sus grandes méritos, hizo de aquella ventanita, un ladrillito de cuatro columnas por unos pocos centímetros de alto, un ventanal para mirar el mundo y para mirarnos en él. Alentó la voluntad de la gente, templó su espíritu, tendió su mano abierta siempre, regaló poesía, sabiduría y regocijo; fue generosa y apasionada, entusiasta y pujante, condiciones todas que incluía de alguna manera en los textos breves de su Clarín Porteño y en sus inolvidables mini secciones: Lo importante, Oído al pasar y Coplas del amanecer, entre tantas otras.

En 2014, a los 91 años (“pero parezco de noventa”, bromeaba) se sintió un poco cansada: sus ojos, que habían ganado en hondura, ya no le dejaban ver en la superficie las letras de su vieja y amada máquina de escribir; dictaba sus columnas a su nieta, sin dejar fascinarse demasiado por el portento inverosímil de la computadora. Supo entonces que era hora de decir adiós, anunció que dejaba de escribir la sección y en diciembre de ese año se despidió, serena, sin dramas, sin llantos, con experta pluma, de lo que fue su vida entera.

Creyó, y lo dijo, y le creímos por cierto, que su misión había sido cumplida. Le dijo a sus miles de lectores, de los que guardaba miles de cartas, lo que ellos ya sabían por imperio de aquella ventanita de esperanza: “Les dejo mi corazón”. Agradeció las muestras múltiples y ruidosas del afecto de sus colegas, muchos podían ser sus nietos, y se marchó al inquietante exilio de los periodistas en retiro. Todo duró nada. Su irremplazable espacio de todas las mañanas fue ocupado por Pasiones Argentinas y a su editor, Osvaldo Pepe, llamó Cora una mañana para rogarle le permitiera escribir esos mil quinientos caracteres que serían para ella savia y sangre. Suplicó, y obtuvo, con la insistencia, los nervios, el entusiasmo y la expectativa de una chica principiante. Esos quilates calzaba la maestra que hemos perdido.

María Cora Bertolé nació en Rosario en 1923. Muy joven, adolescente, llegó a Buenos Aires y empezó en el periodismo en la revista El Hogar, donde publicó sus primeros cuentos y poemas. Se casó con el poeta Luis Cané (“Luis era más grande que yo”, confesó con coquetería en 2014) editor de Clarín desde su fundación en 1945 y a cargo de la ventanita que entonces se llamaba Notas del Amanecer. “Cuando Luis se enfermó – contaba Cora en los días de su adiós- yo empecé a escribir la sección. Se suponía que era un secreto. Pero dos meses después de morir Luis, en 1957, Roberto Noble me llamó y me dijo ‘bueno Cora, la sección es suya'. Y me la dejó con todos los beneficios de Luis: sueldo, categoría y antigüedad”.

El primero de los Clarín Porteño de Cora Cané apareció el 29 de mayo de 1957 y Cora se incorporó así a la redacción de Clarín que transitaban también Raúl González Tuñón, el poeta José Portogallo, José de Tomas y Edmundo Guibourg, entre tantos otros. El periodismo, un territorio casi vedado a las mujeres en la mitad del siglo XX, fue su profesión para siempre. Clarín Porteño era su cuota diaria y anónima, pero Cora trabajó en varias de las secciones del diario. Una foto que lució en la que fue su casa del Barrio Norte, la mostraba joven y bella junto al entonces presidente Arturo Illia, en un reportaje pactado en media hora y que duró más de cuatro, almuerzo incluido. Cora gustaba recordar que el Presidente la mandó a su casa en su coche y escoltada por motociclistas de la Federal.

Fue productora de los almuerzos de Mirtha Legrand y trabajó en las radios Excelsior, Belgrano, Splendid y Municipal; nunca olvidó su otra pasión, la literatura, y escribió más de una decena de libros de cuentos, poemas y ensayos entre los que destacan La Obsesión, Esplendores y agonías, Espectros a la hora de jugar, Historias con fantasmas y La ciudad distante. Fue miembro de la Sociedad Argentina de Escritores, de la Academia Nacional de Periodismo y miembro emérito de la Academia Porteña del Lunfardo, lenguaje del que no hacía gala pero que manejaba con prolija exactitud.

Amante de los animales, luchó hasta conseguir que el 2 de junio de cada año se celebre el Día Nacional del Perro, en recuerdo y homenaje a “Chonino”, un ovejero alemán de la Policía que murió en 1982 cuando intentó salvar a su dueño.

Con su salud ya un poco desobediente (“tengo EPOC porque fumé como una bestia toda mi vida, aunque ahora hace treinta y cuatro años que no fumo”) gustaba recordar una época y un periodismo que la marcaron para siempre pero que no le impidieron adaptarse a los cambios, bruscos, broncos, ásperos a menudo, que la profesión sufrió en las últimas décadas.

Cora, que a lo largo de su vida periodística escribió más de veinte mil columnas sólo en Clarín Porteño, solía decir que su sección no tenía receta: “Vi pasar ciclos, gobiernos, caer a quienes no se iban a ir nunca. Mi idea siempre fue la de no herir a otro, la de no usar un medio para crearle a otro una situación incómoda. No estuve fuera de la realidad, pero siempre dejé una puerta abierta para que el tipo que me lee a la mañana no se deprima”.

Solía decir, con humor, que pertenecía a una época en la que la profesión se hacía sin Internet, sin grabadores, en tranvía y con elementos de nombres ya olvidados como linotipo, tipómetro, rama, teletipo y galerada.

Aquella ventanita que durante cincuenta y siete años y de su mano fue Clarín Porteño, ahora sí se ha cerrado para siempre. Alguna vez Cora dijo: “Yo sigo adelante hasta que las velas no ardan”. Y su vida se extinguió, como ella quería, con la tenue discreción de una vela. Como a Borges, sólo nos queda el goce de estar tristes y aquel corazón que Cora nos confió el día que empezó a decir adiós.

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