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El Verijero del Agüelo Cano


Hace ya unos cuantos años, en mi pueblo había un señor mayor que siempre andaba con un verijero encima. Decía que estaba acostumbrado, que se sentía seguro, que su padre había llevado un cuchillo toda la vida, que le era útil para muchas cosas, qué se yo…cosa de viejo pensaba yo. Todo el mundo sabía que tenía “entre sus ropas”, como dicen en las policiales, pero no lo mostraba, no hacía alarde, no quería pasar por vaya a saber qué. El solo hecho de saber que todos sabían lo hacía sentir diferente. Le tenían mucho respeto por ser un octogenario conocido en el pueblo pero un poco más porque sabían que no andaba con vueltas, era muy serio, como la gente de antes. Al pan, pan y al vino, vino.

El viejo Cano vestía saco y pantalón, nunca un vaquero. Llevaba la camisa abotonada hasta el último botón, sin corbata pero cerrada hasta arriba. Para él, eso era vestir de sport. Lucía una larga barba blanca bien cuidada y una mirada penetrante Sus zapatos estaban escrupulosamente lustrados y sus medias con polainas eran infaltables. A veces se le quedaba colgada la botamanga en la polaina y se le veía la piel blanquísima de la pantorrilla, pero él caminaba imperturbable con aire de condestable, paso largo y elegante. Caminaba con las manos entrelazadas detrás de su espalda, miraba para arriba con la pera levantada, para mantenerse bien erguido, según decía.

Buenos días, buenas tardes, como está usted señora, calor eh? Con su look cortés y aristocrático como pocos, se desplazaba por el barrio como vigilando todo.

Llegó el día en que se casó su nieto mayor. La fiesta de casamiento se estaba celebrando en una casona grande donde cabían más de cien invitados. En esa época no se usaba contratar un salón de fiestas ni nada de eso. Era una fiesta en casa nomás.

Era una casa chorizo, en el frente había un juego de mesa y sillas jardín de madera dura, tenía una entrada lateral por donde se accedía al patio central con macetas de tres patas con calas y helechos, se podía llegar al fondo donde habían preparado las mesas. Las mesas estaban más o menos unidas, aunque eran diferentes, alguna más alta que la otra, alguna más ovalada. Era normal en ese entonces, nadie tenía mesas para cien personas.

Más al fondo había un gallinero pero casi no se veía detrás de la higuera y el cedrón que habían plantado hacia añares los abuelos Cano apenas se mudaron.

Todos se habían puesto su mejor pilcha. Las gordas sufrían con esos zapatos que desbordaban tejido adiposo por los cuatro costados, caminaban con dificultad, como sobre campo recién arado. Los pibes lucían pantalones cortos, camisas almidonadas, una corbatita un jopito engominado y corrían de acá para allá esquivando a las gordas. Las nenas tenían vestiditos multicolores, trencitas, cintas en el pelo y zapatos Guillermina con medias blancas. Había mujeres que se notaba que se habían pasado horas en la peluquería para que les armaran esos enormes panales con “espray”, parecían extraterrestres, pero ellas…chochas.

La gente iba cayendo de a poco, pero siempre puntual, como se usaba antes. Venían todos los integrantes de la familia, los padres, los hijos, alguna abuela también. Todos olían a colonia, jabón de tocador y a naftalina. Traían regalos para los novios, algunos traían paquetes inmensos pero livianos, otros cargaban cajas pesadas que aparentemente contenían cosas frágiles, algún florero quizás, un juego de copas, soperas inglesas, juegos de té, quién sabe, un poco de todo.

Nadie cuidaba la entrada, no había necesidad, en esa época nadie entraba donde no debía entrar, no existía esa sensación de inseguridad o como la quieran llamar que sufrimos hoy en día. Había alguien de la familia que recibía a los invitados, eso sí, era lo que correspondía. A medida que pasaban por el umbral miraban para abajo y decían: “Permiiiiiiso”, y entraban con cierta solemnidad como si estuvieran accediendo a algún lugar especial. Así era entonces.

Pocos eran los que venían en auto, pocos tenían auto, la mayoría las casas no tenían garaje, no se les hacía garaje. Por eso ahora hay que estacionar el auto en ángulos rarísimos para que queden dentro de la propiedad. Es más fácil alunizar que meter el auto en esos agujeros que quedaron en los frentes de las casitas americanas, las casas estilo chacinado y los chalecitos del tiempo de ñaupa.

La gente había sido citada a la ocho y media de la noche. Empezaron a comer las delicias que habían cocinado las Doñas Petronas de la familia. Había desde pan casero hasta vitel tonné, pollo frío, matambre, jamón crudo y cocido, ensaladas simples pero tuneadas con alguna alcaparra y pepinos en conserva. Los chicos picaron algo y salieron a jugar a la calle. Los grandes intercambiaban opiniones sobre la comida, sobre los peinados, sobre la ropa, sobre la vida y también sobre los que ya no estaban. Los novios estaban deseosos de escaparse lo antes posible. La luna de miel iba a ser un poco corta, solamente habían conseguido veinte días de alojamiento con pensión completa en el hotel Old Boys en Playa de los Ingleses, en Mar del Plata.

Ya eran las once cuando de repente apareció un tipo revoleando un revólver en la mano izquierda, empezó a gritar que se quedaran quietos y que le dieran las joyas y el dinero.

Nadie entendía lo que estaba pasando, se miraron unos a otros perplejos. Empezó a pegarle con el arma a uno de los hombres que estaba sentado en la cabecera de la mesa. Era el Agüelo Cano.

El tipo casi no se dio cuenta que el viejo Cano se dio vuelta como un gato y le golpeó el brazo. De pronto, el tipo dio un grito, se oyó un tiro y se agarró el hombro, al tiempo que se le caía el revólver.

El Agüelo Cano había sacado su filosísimo verijero y de un revés le había cortado el bíceps y los tendones del brazo izquierdo.

Nadie dijo nada, nadie dudó, la mayoría de los presentes tomaron lo que tenían a mano y se lo rompieron en la cabeza al chorro. Varias botellas de sidra y de vino sirvieron para desanimar al malogrado ladrón. Cuando finalmente cayó se le veían algunos tenedores clavados en la espalda.

El viejo Cano también cayó, pobrecito.

En un movimiento reflejo el ladrón le había dado un tiro en el pecho. Lo llevaron al hospital cercano con pocas esperanzas de que sobreviviera. Todos quedaron impactados por la experiencia vivida esa noche.

Afortunadamente, el Viejo Cano sobrevivió, su tozudez y su excelente estado físico le permitieron sobrevivir hasta su cumpleaños número noventa y cuatro junto a su querida familia.

El viejo Cano era de los de antes.
 
Tomado de Dick Keller

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